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viernes, 22 de octubre de 2010

Cuento infantil: La rana azulgrana y el caballito nihilista (Tercera parte)

El malvado príncipe decidió entonces llevar a la hechizada princesa, la ranita parlante y la chica que estaba de pegote a su castillo encantado, en la lejana y mágica tierra de Parla; un lugar muy muy remoto al que muchos niños iban en moto, pero ellos fueron en Cercanías.

Al malévolo príncipe no le gustó nada tener que pagar el billete de Alma, que no pintaba un huevo y encima no tenía abono transporte, pero lo hizo impulsado por una extraña fuerza superior a él; digamos que estaba escrito que lo haría así, y sin rechistar ¿Eh? No contenta la desconocida con hacerle apoquinar, le dio un viajecito de cuidado contándole que si bailaba muy bien flamenco, que fíjate lo que hacía su amiga la Vero, que si su perro Moe... En contraste con su amada que, delicada, sutil, ligera, roncaba estruendosamente babeando el cristal.

El castillo encantado se hallaba, como casi todos, en lo alto de una gran colina rodeada de acechantes peligros; y todos ellos se acercaban con la excusa de si tenías un cigarro. Finalmente, tras muchas vicisitudes y peripecias, llegaron al 2º B sanos y prácticamente salvos.

La fortaleza estaba dividida en dos alas; la majestuosa ala este que contaba con una habitación de matrimonio y el baño con ducha, y la impresionante ala oeste con el salón-comedor-sala de estar con sofá cama y cocina americana de butano. Se puede decir que era el típico castillo de cuento, común y corriente sin más; indistinguible de cualquier otro salvo por pequños detalles como que en el aseo el universo era digital y existían los valores absolutos, mientras que en la habitación era analógico y todo era relativo al observador. O sea, mientras estabas cagando existía la justicia como concepto puro, pero luego te ibas a acostar y ya dependía del caso.

Y luego estaba lo del segundo cajón del mueble de la cocina...

Como en todo castillo de cuento que se precie, habitaban en él mágicos y adorables personajes secundarios: 'Grasilla', la pizpireta mancha de aceitazo que vivía en la campana, y la graciosa y alegre 'Gotilla' que tenía fijada su residencia al lado de la taza del váter.

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