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viernes, 8 de octubre de 2010

Cuento infantil: La rana azulgrana y el caballito nihilista (Primera parte)

Érase una vez un despertador: ¡RIIING RIIING! y érase una vez un príncipe malvado que se levantó y sonrió malvadamente. Después se lavó los dientes malvadamente, se duchó malvadamente, se afeitó malvadamente y desayunó malvadamente.

En contra de lo que cabría esperar, ya no hizo nada más malvadamente en el resto del día; digamos que hizo cosas de forma neutra, y eso que todos los días solía montar en bicicleta impíamente y visitar perversamente a sus tías, que solían invitarle a pasteles que él comía nalevolamente, pero ese día no pudo hacer nada de eso porque fue a matricularse en Psicología por la UNED.

Se llamaba Segismundo y era un príncipe malvado, pero que muy malvado; vamos, de malvado que era, era tonto.

Hete aquí que el malvadazo del príncipe Segismundo tenía como mascota una rana; no una rana cualquiera, qué va, una rana azulgrana.

Aquel anfibio tenía una particularidad maravillosa: ¡La rana azulgrana hablaba en verso! Eso sí, sólo los días que jugaba el Barça. Decía además cosas muy interesantes, no daba puntada sin hilo. Era la rana azulgrana bastante objetiva, ecuánime y cabal en sus juicios, salvo en los referidos a Iturralde González, como es natural.

Solía viajar la rana azulgrana en un bolsillo de la camisa del malvado príncipe mientras este cabalgaba por las llanuras a lomos de blancos corceles o cogía el metro, y desde allí divisaba el mundo, reflexionaba sobre las más fundamentales cuestiones, e intentaba atrapar a alguna mosca de picoteo.

Aquel día jugaba el Barcelona contra el Valladolid, y Stoichkov, que así se llamaba la ranita, le dijo al príncipe malvado:

Segismundo, despistado,
la parada te has pasado.
Jugando a la PSP
las estaciones ni ves.
Con tanto Pro Evolution
tú ya no tienes solution.

- Tiene razón el bichejo, me he pasado de lista... tendré que bajarme en Goya e ir andando- pensó el malvado príncipe. Y así lo hizo, mas cuando subía las escaleras vio aparecer a lo lejos a una dama resplandeciente con un vestido rosa fucsia muy elegante, y un sombrero picudo rosa fucsia ligeramente elegante y unos zapatos de tacón rosa fucsia razonablemente elegantes y unos calcetines blancos de sport que arruinaban todo el conjunto. La misteriosa doncella portaba en su mano una varita mágica o quizá un pirulo tropical, no lo veía bien, pero estaba clarísimo que era una singular, extraña, rara y única hada, o una chica normal y corriente disfrazada de hada.

En aquel momento, Segismundo sintió una punzada en el corazón, como si una flecha lo atravesara; eran gases. Cuando se repuso y alivió, se dio cuenta de que estaba perdidamente enamorado de aquella ninfa que giraba la esquina y salió corriendo tras ella sin más.

Segis no estaba en una gran forma, a pesar de que había seguido un riguroso (y malvado) plan de entrenamiento echando carreras a liebres en las que intentaba andar lo más despacio posible. Se había sometido además a una estricta dieta a base de sopa muy caliente, caliente y en su punto, un pastel, y un tarrito de miel y de postre manzana envenenada, que le habían recomendado en el Natur House de la calle Hamelín. Pero por alguna extraña razón no lograba bajar de 140 kilos, bien distribuidos a lo largo de su imponente 1,55 de estatura, eso sí.

Su ligero sobrepeso le obligó a parar para reencontrarse con su resuello cuando llevaba recorridos unos diez metros, lo que aprovechó la juiciosa rana azulgrana para reprocharle:

Ya te has prendado del hada
mi enamoradizo dueño,
me parece una chiflada
más que una amante de ensueño

No perseguirla sería
mi amigo lo más prudente,
parece el tipo de gente
que acaba en comisaría

Pero por más que te diga
ya me ha pasado otras veces
no creo que yo consiga
que te muevas de tus trece

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